Thursday, March 16, 2006

Sobre las mafias electorales


Por ARMANDO BENEDETTI JIMENO . Padre del senador electo Armando Benedetti Villaneda

Ni la Constitución del 91, ni las reformas políticas ni el financiamiento estatal de las elecciones ni los balbucientes controles mediáticos y ciudadanos han logrado disminuir la corrupción galopante de los procesos electorales. Puede decirse tranquilamente que estamos peor que antes. Cualquier antes.
No es, como le gusta suponer a los cachacos, un fenómeno privativo de la Costa Caribe. Ya hay otras regiones del país en donde ocurren cosas peores. Por ejemplo, toda la intromisión, armada de balas o de dinero, de los paramilitares en política electoral. En otros departamentos del país en donde las cosas no han llegado tan lejos, la perversión del proceso democrático resulta francamente competitiva con lo que ocurre por aquí.
De todas maneras, sin embargo, las cosas son aquí peores. Y en Barranquilla el asunto es perfectamente obsceno. Más de la mitad de los parlamentarios que obtuvieron curul el último domingo y que tienen origen o domicilio en el Atlántico, deben esa misma credencial al dinero. Exclusivamente al dinero.
La compra de votos, por ejemplo, juega un papel cada vez más protagónico. Hace unas décadas el voto mercancía era un porcentaje menor del universo de votos. Una forma plebe de ‘redondear’ los guarismos. Hoy en día es al revés: sólo un porcentaje menor de los sufragios obedece a causas diferentes a ese tráfico de conciencias y sufragios.
Un voto se compra de muchas maneras. La más tosca es el billete de 50 mil que se entrega por cada voto recién emitido. Pero se compran también Cámaras enteras, candidatos futuros a Concejo o Asamblea, ediles, líderes de barrio, jefes de recursos humanos en empresas del sector privado, burocracias del sector público.
Es, además, una conducta impune. Todos sabemos quienes lo hacen. Sí esos, pero hay otros que con una injusta pero mejor reputación hacen exactamente lo mismo. Y no pasa nada. Los medios de comunicación, por ejemplo, hacen rutinarias y rituales alusiones al problema, que sirven para cualquier cosa, por ejemplo para fingir un reproche, pero nunca para evitar ni deprimir los delitos electorales. Son igualmente poco imaginativos los esfuerzos de Registraduría y Ministerio Público.
Algunos idiotas prefieren responsabilizar a las víctimas. La verdad es que la corrupción es consecuencia, entre muchas otras cosas que la convierten en un fenómeno complejo, de la falta de alternativas políticas. Cuando no las hay, cuando da lo mismo el candidato A que el B o el C, resulta comprensible que el ciudadano termine dirimiendo esa igualación por lo bajo, recibiendo una beca, un puesto, una tubería, un pavimento. La pobreza del elector y la pobreza intelectual y moral de los candidatos engendran con facilidad un delito político.
Además de la compra de votos propiamente dicha, hay que mencionar el papel estelar que de otras maneras cumple el dinero en los resultados de las elecciones. Algunas, —y algunas no quiere decir pocas— campañas electorales en el Atlántico, costaron entre 4 y 6 mil millones de pesos. Cada una, claro. Gerentes del sector financiero y ciudadanos en general sabemos que esas cifras no son una exageración ni un delirio.
Además de la corrupción que puede presentirse en el gasto de semejantes cifras (tienen que reintegrarse ese costo cuando no se lo han ‘reintegrado’ por anticipado), está el factor desequilibrante y antidemocrático que el dinero le otorga a los procesos políticos. Conocí de campañas que contrataron, para una ciudad como Barranquilla, ¡la extravagante cantidad de 3.500 taxis! Si a los 70.000 ciudadanos que pueden ser movilizados por esos taxis, le sumamos los que fueron transportados en buses, busetas, carros particulares y moto-taxis, ¡estamos hablando de un número superior en un 100% de la votación real obtenida por cualquiera de ellos en todo el país!
El número de vallas, pendones, stickers para buses, afiches, tropezones, y cualquier otro elemento de ese carnaval de la contaminación visual del espacio público en que los políticos convierten las ciudades, sugiere también un gasto inmisericorde, dilapidador, insolente y ofensivo. Uno que, en todo caso, viola todos los topes legales del financiamiento electoral y todas las pretensiones de igualdad jurídica de la Ley.
El caso de los paramilitares en la política fue siempre rechazado como un episodio de intromisión armada. Pero no sólo eso. Lo que prueba el episodio paramilitar es que siempre que el dinero sea la causa más eficaz de la participación electoral, la deslegitimación del Estado, de la democracia, de los partidos y del ejercicio de la política acaban retroalimentando otros delitos y corruptelas, y estos a su vez hacen la reciprocidad invadiendo más efectivamente el proceso electoral.
El fenómeno además va haciendo irreparables estragos en la conciencia de electores y elegidos. Conozco nuevas generaciones de candidatos repitiendo y reproduciendo sin distingos ni escrúpulos, estos delitos electorales. Un candidato a Cámara que posaba de ser una especie de Superman de la decencia, terminó metido en una riña telefónica con su candidato a senador, pues éste le atribuía componendas debajo de la mesa con otro candidato. Pocas veces advertimos, por otra parte, que el financiamiento empresarial de las campañas políticas impone un inevitable sesgo de clase, de ideología y de programas.
Los cachacos del jet-set lanudo no sólo se hacen los de la vista gorda, sino que acaban promocionando como próceres a candidatos y candidatas que utilizan allá tal cantidad de vallas enormes, proyectores y otros recursos sofisticados de promoción que es imposible creer que no hayan sobrepasado varias veces los topes de Ley. A veces el que sea el padre del candidato quien invierta esas enormes cantidades de dinero, provoca críticas más compasivas por parte del poder mediático. No es lo justo, por la perversión implícita que el dinero atribuye al proceso electoral al que se vincula, según ya hemos visto. Y si el papá es concesionario o contratista del Estado, pues hay entonces un des-valor agregado. Un vicio agregado.
En fin, estoy seguro de que el del domingo fue el último debate de Congreso en que los delitos electorales tengan tal grado de tolerancia política y social. Tal vez llegó la hora de presionar en el Congreso una Ley que ponga en cintura a éstos mercaderes. Ojalá esa Ley logre sacarlos otra vez del templo. Imagino que no será muy difícil construir una Ley eficaz, con penas de prisión de largo alcance, para quienes insistan. Al fin y al cabo el país ya tiene una amplia experiencia y conocimiento de lo que hacen. El hecho de que hayamos sido tan tolerantes hasta hoy no nos obliga a perpetuarnos en eso. Ni a desperdiciar una información y un conocimiento que podemos trasformar en una eficiente herramienta legal contra las mafias electorales

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